Vivimos bajo un imperativo de aceleración que domina el conjunto de la vida social. Se trata de un imperativo sistémico cuyo símbolo más reconocido es el automóvil. La percepción más extendida de este medio de transporte de las sociedades industrializadas modernas subraya sus beneficios y sus virtualidades. La cara oculta de la profusión del automóvil como vehículo de transporte solo recibe una atención menor. Sin embargo, esa cara oculta es terrible.
El escritor Klaus Gietinger ha llegado a llamar al automóvil “la mayor arma de destrucción masiva de todos los tiempos”.
Puede sonar exagerado, pero los datos lo confirman. Aunque no resulta fácil unificar las fuentes de datos a nivel mundial, existe un cierto consenso en la estimación de unos 80 millones de muertos y 3.000 millones de heridos de accidentes de tráfico desde 1900 hasta la actualidad.
La Organización Mundial de la Salud considera estos accidentes la quinta causa de muerte en el mundo (la primera entre jóvenes de 15 a 29 años) y están situados en tercer lugar en el índice DALY que mide los años de vida perdidos por muerte prematura y los años que se viven con merma importante de plena salud. Si a esto unimos los efectos asociados a la destrucción del medio ambiente o a la contaminación, la misma Organización Mundial de la Salud atribuye la muerte de 7 millones de personas al año a la exposición a la contaminación atmosférica, de la que un 30% se origina en las grandes ciudades por el tráfico.
Lo que sorprende es que estos efectos destructivos no hayan sido capaces de cuestionar su uso. Quizás se pueda explicar si tenemos en cuenta que el automóvil no es un producto más de la técnica: es uno de los emblemas más importantes de la modernidad asociado a la libertad individual de movimiento y al dominio individual del espacio y el tiempo, por tanto, a la promesa más importante de la Modernidad: la autonomía individual.
Pero más importante todavía que esto es su significación económica. No es casual que la etapa más importante del desarrollo capitalista en los últimos cien años se denomine con el término de Fordismo, esto es, con la referencia a una marca de coches. En este término se pone de relieve el valor económico de la industria del automóvil, a la que se une la industria petrolera y de las fuentes de energía fósil.
Estamos ante el “núcleo duro” del desarrollo capitalista de posguerra. Lo que se ha hecho evidente en esta etapa es que el crecimiento económico exigido por la acumulación capitalista es ciego a la contradicción socio-ecológica inmanente al proceso de producción. La creación de riqueza abstracta no conoce límite, pero la base social y natural sobre la que se asienta esa creación si es limitada. La acumulación capitalista hace abstracción de esa dependencia y de las singularidades espacio-temporales de la naturaleza.
Esta es la razón de que la producción capitalista socave y destruya sus condiciones sociales y naturales de posibilidad: es ciega a los límites ecológicos del crecimiento. Como señalaba el politólogo Elmar Altvater, existe una contradicción entre la circularidad o reversibilidad del ciclo del capital y la irreversibilidad de las transformaciones de la energía y la materia.
Esta contradicción se podía abordar mientras las formaciones capitalistas disponían de un afuera que suministraba materiales y energía, así como vertederos. Con la universalización planetaria del capitalismo esto ha quedado limitado. La tierra sigue siendo un sistema termodinámico abierto, pero el efecto invernadero de la emisión de gases está conduciendo hacia un abismo ecológico que pronto será irreversible.
Así pues, existe una contradicción entre el régimen de acumulación capitalista y la disponibilidad de reservas fósiles, sobre todo del petróleo, y la sobrecarga de los sumideros naturales de las emisiones por combustión de derivados del petróleo, el gas o el carbón. La crisis energética y la climática están relacionadas entre sí. El alcance de este agotamiento proviene del hecho de que entre el modo de producción capitalista y las fuentes fósiles de energía existe un vínculo no meramente accidental. Esta es la razón más poderosa de que la industria del automóvil haya tenido un papel tan central en el desarrollo capitalista y que en relación con el automóvil se revelen con mayor énfasis las contradicciones sistémicas del capitalismo. El problema es cómo será posible una transición desde un sistema industrial sobre la base de energías fósiles a un sistema post-fósil.
Desde luego no dentro de una forma de producción y consumo capitalista. Por eso, cualquier cuestionamiento del automóvil se percibe como un ataque al sistema productivo en su conjunto. A pesar de que las fuentes de energía fósil tengan fecha de caducidad y que no esté claro que otras fuentes de energía vayan a ser capaces de solventar la contradicción inmanente señalada más arriba, la defensa del automóvil abandera todas las resistencias a las transformaciones profundas del sistema productivo y al cambio cultural que las haga posible.
Sin embargo, el automóvil actúa como un agujero negro que absorbe infinidad de recursos, que claramente no son compensados con lo que ofrece a cambio. El tiempo que diariamente dedican los individuos en promedio a desplazamientos probablemente no ha variado sustancialmente desde el comienzo de la modernidad, con seguridad desde hace unos cien años. Los objetivos de esos desplazamientos tampoco han variado sustancialmente (trabajo, compras y ocio). Solo que para la realización de esos objetivos cada vez hacemos recorridos más largos y por lo tanto a una velocidad creciente. Podría decirse que los vehículos crean más distancia que la que suprimen. Quizás por eso son un ejemplo especialmente ilustrativo de como el sistema económico succiona el tiempo concreto bajo la forma de un tiempo abstracto que es el del dinero. Si al tiempo que pasamos en el coche, añadimos el tiempo que tenemos que invertir en su adquisición y mantenimiento, el cómputo medio para un americano tipo es de 1.500 horas al año. Sin embargo, la distancia recorrida es de unos 10.000 Km. Haciendo un giño al humor por medio de una cuenta de la vieja, el promedio de velocidad es de unos 6 Km/h, como señaló hace tiempo Ivan Illich. Lo mismo revelan los atascos urbanos. Cuanto más se amplían las vías de circulación para mejorar la fluidez, más crece el parque automovilístico, más gigantescos son los atascos. La velocidad más que regalar tiempo, lo devora. Está al servicio de la expropiación del tiempo.
La agresividad que despliega la nueva máquina de la velocidad no es meramente metafórica. Por eso su exaltación publicitaria va aparejada con una pérdida de experiencia, cuyo precio es banalizar sus efectos más evidentes sobre las personas y el entorno. El auto irrumpe como un elefante en una cacharrería y, no sin resistencias de una parte de la población, impone una transformación del espacio público y las formas de intercambio urbano para convertirse progresivamente en el eje en torno al cual se estructura el espacio y la convivencia social.
Su crecimiento exponencial en el espacio urbano, apoyado con la adaptación de ese espacio a sus exigencias, se ve reforzado con la significación económica que va ganando el coche. El valor económico de la industria del automóvil se convertirá en el mejor argumento para impulsar la eliminación de todos los obstáculos que puedan impedir su desarrollo. Pero, como hemos visto, dicho valor no se funda en la capacidad para satisfacer del modo más eficiente las necesidades, sino en la capacidad para contribuir a la reproducción del capital. Ni el consumo de energía, ni el número de transportados o la ocupación del espacio característicos del automóvil son los más eficientes desde el punto de vista del transporte, pero el derroche ineficiente (e insostenible) nunca es cuestionado si contribuye al sostenimiento de la acumulación de valor abstracto.
La revolución industrial moderna exige una movilización total de recursos y personas en favor de una producción y un consumo cada vez más acelerados, pues solo así es posible garantizar los beneficios y su acumulación. De este modo retornamos a la imagen que mejor encarna la forma de funcionar el capitalismo, la de una trituradora cada vez más veloz de material: naturaleza, artefactos y personas con el fin de crear riqueza abstracta. Pero no hay que olvidar que estamos ante imperativos sistémicos. Esta dinámica no responde solo a intencionalidades individuales o colectivas, a no ser las de adaptarse a esos imperativos para sobrevivir. Por lo tanto, no basta con apelar a actitudes, convicciones o comportamientos individuales o colectivos, si el marco sistémico se mantiene intacto.
La industria y el Estado son quienes prescribieron y prescriben el “nuevo orden” que pone al automóvil literalmente en el centro de la vida social - todavía hoy. No estamos ante un mero medio de transporte, sino ante el “motor” de los Estados y de las economías nacionales. En él confluyen la dimensión técnica, la dimensión productiva y la dimensión simbólica de la nueva era inaugurada por la segunda revolución industrial capitalista e impulsada decisivamente por las dos grandes guerras del siglo XX, sin dejar por ello de esforzarse continuamente por una adaptación a la tercera revolución industrial, convirtiéndose en un nodo móvil de comunicación y flujo de información. En todo caso, las trasformaciones que abanderaba la industrial el automóvil han sido determinantes para el proceso económico hasta hoy.
Desde los años veinte del siglo pasado la economía impulsora del consumo masivo de mercancías y el deseo democratizado de movilidad individual van de la mano. Desde entonces la regla número uno del sistema es no dejar que se produzca un estancamiento de ese “motor” económico, caiga quien caiga. La libertad y la individualidad a la que supuestamente sirve el coche se revelan como figuras vacías tras las que se despliega una maquinaria productiva implacable que dicta las reglas a los individuos.
Lo que triunfa en el automóvil es un régimen de acumulación que exige una aceleración permanente de los procesos productivos, de la circulación de las mercancías y de los medios de consumo. El automóvil resulta ser, al mismo tiempo, la condición de posibilidad y el producto por antonomasia de esa exigencia de aceleración. Pero, mirando sus efectos, nadie puede defender sin cinismo que esa maquinaria esté al servicio de la autonomía y la libertad de los individuos.
José A. Zamora es investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC, donde ha coordinado entre otros los proyectos “Sufrimiento social y condición de víctima” y “Constelaciones del autoritarismo”.
Sus líneas de investigación preferentes son Teoría Crítica, Filosofía después de Auschwitz, Filosofía Política de las migraciones, Sufrimiento social y Autoritarismo. Es coeditor de Constelaciones. Revista de Teoría Crítica.
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